Jesús se encargó a su nueva Iglesia a llevar su Paz a todo el mundo.
De nuevo les dijo Jesús: «La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo».
No podemos tener paz debido a nuestros pecados. Entonces Jesús otorgo a la Iglesia la autoridad de perdonar pecados.
Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar».
Ustedes han escuchado a personas decir algo como, “Yo no necesito confesar mis pecados a ningún hombre. Yo confieso directamente a Dios.” Esta bien. Confiesen lo que quieren a Dios. Pero, solo en el sacramento, en el confesionario van a recibir absolución de sus pecados. Si quieren estar seguros de su absolución, buscan la autoridad que Jesús dio a la Iglesia.
Escucha como San Mateo lo capturó en su evangelio:
Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo.» Mt 16:19
En la Iglesia Católica, con la tradición de los apóstoles, tenemos la certeza del perdón de los pecados en el Sacramento de Reconciliación.
Todo el Nuevo Testamento enseña el Bautismo como el Sacramento que perdona nuestros pecados, y re-establece nuevamente la Paz y Harmonía entre Dios y el Hombre.
Pero Jesús entendió que todavía nosotros humanos “caemos de la bicicleta”. Y todos caemos de la bicicleta. Por eso Jesús nos dio la Confesión, o el Sacramento de Reconciliación, con absolución cuando lo pedimos sinceramente. La Confesión nos vuelve como el día de nuestro bautismo, limpio, libre de nuestros pecados, perdonados.
La Iglesia nos enseña confesar al mínimo una vez al año. Pero, mas frecuente es recomendable. Yo me confieso cada mes o cada dos meses. En mi caso personal, si no me confieso después de tres meses, empiezo a apestar y no puedo soportarme a mi mismo. No me aguanto.
He observado que personas quienes no confiesen con frecuencia vuelven insensible a sus pecados y luego no los reconocen fácilmente. Arrepentimiento es difícil para ellos. En cambio, las personas a quienes confiesen con frecuencia desarrollan el don de conocerse mejor, el arrepentimiento es mas fácil y son mas sensibles a su propia vida moral. Es impresionante como el Espíritu Santo actúa en las vidas de personas quienes viven la vida sacramental de la Iglesia.
Cada confesión pueda ser un evento de arrepentimiento y conversión de corazón. La conversión es un momento de experimentar el amor nuevamente y la misericordia de Dios. Pero con demasiada frecuencia, muchas personas llegan al confesionario sin pensar o reflexionar previamente de su vida moral y son menos preparados para arrepentir, o para su conversión; y no alcancen arrepentimiento y conversión porque no están preparados y abiertos en su corazón. Pero, los quienes vienen con reflexión y preparación vienen listos para una conversión bonita.
Ahora, la experiencia de Santo Tomas, cuando negó que Jesús les había presentado en vivo la semana anterior, cuando Tomas estaba ausente, es causa de mucha critica de Tomas. Pero, realmente debemos reconocer el contrario. Gracias, Santo Tomas, por sus dudas. Fue parte muy importante del Evangelio. Tomas amaba mucho a Jesús, y todavía estaba en luto por su horrible crucifixión y muerte. Co sus dudas, Tomas nos ayuda a nosotros a recibir como afirmación de fe, cuando Jesús se presento nuevamente y insistió en que Tomas le toca y cree en el, resucitado, en cuerpo y alma. Mostraba que Jesús amaba mucho a Tomas. Fue un momento bello de amor profundo entre los dos, y una nueva conversión para Tomas.
Tomas nos ayuda a nosotros a entender que Jesús no apareció como fantasma, sino completo, físicamente resucitado. Y así nos da entender que nosotros también podemos esperar resucitar con El, en cuerpo y alma, si vivimos con El en la Vida Sacramental de la Iglesia, y respetamos sus mandamientos. Y con Tomas, por ser testigo honesto de corazón, podemos declarar con el, con todo amor, sinceridad y fe,
«¡Señor mío y Dios mío!»